* El origen de estas celebraciones data de cuando Naolinco todavía era Tatimolo y el pueblo totonaco no había sido conquistado por los aztecas
Durante las primeras horas de este mes, cuando el aire se torna más frío, la atmósfera de Naolinco es invadida por el olor a cempasúchil y copal, a pan de muerto, tamales, frutas, dulces y entonces el recuerdo silencioso vuelve la mirada a quienes ya se han ido, recuerdo que hace más viva su presencia en este mundo.
En esta ciudad, la tradición del culto a los muertos, que se remonta a la época prehispánica, es una cuestión de vida. Todavía se honra y guarda reverencia a los difuntos con la creación de altares, la visita al cementerio y la tradicional Cantada, y hace unos 18 años se comenzaron a elaborar las primeras escenas con catrinas que visten de color las calles y plazas.
Si buscáramos el origen de estas fiestas, lo encontraríamos cuando Naolinco todavía era Tatimolo y el pueblo totonaco no había sido conquistado por los aztecas, explicó el estudioso de la historia de esta región, Martín Meza Ladrón de Guevara.
Originalmente, las festividades no eran sólo en los primeros días de noviembre, sino que empezaban el día 21 de septiembre cuando se abrían las puertas del Inframundo, que con el tiempo se convirtió en la festividad del santo patrono de la ciudad, san Mateo, a partir de ahí había otras celebraciones que fueron adoptadas por la Iglesia Católica.
Los días “fuertes” comenzaban el 27 de octubre, llamado el Día del Perrito porque, de acuerdo con la tradición prehispánica, el alma de este animal ayudaría a los humanos a cruzar los nueve inframundos.
El día 28, cuando se construye el altar, está dedicado a los que mueren ahogados o por un rayo. Mientras que el 29 es el llamado día de los matados. Al día siguiente, el 30 se recuerda a los niños del Limbo, es decir aquellos que no han visto la luz, y el 31, a los más pequeños.
La noche del 1 de noviembre es la más especial para los naolinqueños, porque es cuando se realiza la tradicional Cantada, que comienza a las ocho de la noche en el cementerio, donde los vecinos entonan los tradicionales Alabados y Alabanzas en honor a los difuntos. Está destinado a los muertos adultos, a quienes se celebra con sus comidas favoritas.
El 2 de noviembre se acude al cementerio y se pide por el alma solitaria que no tiene quien la recuerde, por la que se enciende una vela. Pero la celebración no termina ahí, durante todo noviembre los vecinos acuden al cementerio para rezar el Rosario por el alma de todos los difuntos.
Altares vivos destinados a los muertos
Otra de las tradiciones más llamativas es la construcción de los altares en honor a los difuntos, que han cambiado poco desde la época prehispánica.
Delante de estas ofrendas todavía se coloca un camino de pétalos amarillos para que las almas encuentren el camino a casa, y se conserva el arco de carrizo decorado con palma y flor de cempasúchil, del que se puede colgar pan de muertos o algunas frutas.
Las estructuras se construían con nueve escalones, que representaban los mundos del Mictlán. Hoy tienen diferentes alturas y hasta prescinden de los niveles, pero su propósito continúa siendo el mismo: recordar el paso de este mundo al otro.
En los altares naolinqueños siempre están presentes los cuatro elementos que conforman el mundo: el papel picado y el copal, que representan al viento; la comida favorita de los difuntos, la fruta y dulces, que evocan a la tierra; las velas y las flores de cempasúchil, que indican el culto al sol, y un vaso de agua, que hace presente al vital líquido.
Además, es típico dedicar en el nivel superior de este espacio a un ente divino, que con la cristianización pasó a ser representado por una cruz o una imagen de la Virgen del Carmen, san Mateo e inclusive el beato Ángel Darío Acosta, que despierta mucha devoción entre los habitantes de esta ciudad ubicada en la orilla de la Sierra de Chiconquiaco.
Con tres o nueve escalones, con muchos o pocos elementos y símbolos, las ofrendas a los muertos en Naolinco recuerdan la fugacidad de la vida humana y la permanencia del recuerdo de quienes dejaron su huella en el mundo, impronta indeleble en la memoria de los vivos.
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